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Foto del escritorLoreta Castro

Jardín rococó

Desde hace algunas semanas mi cabeza se ha entretenido observando distintos tipos de

plantas y tratando de comprender cuáles son las maneras en que estos seres succionan

nutrientes, los sintetizan y luego los utilizan para su propio beneficio, pero también para el de todo el planeta tierra.


En la terraza de mi casa tengo distintas especies: un agave, una sábila, una salvia, una lavanda, un romero, una siempreviva jade, algunas suculentas y orquídeas, una

pitaya y dos helechos. También cuido de pequeños árboles como un naranjo y una pachira. Mis plantas me conmueven cuando crecen, con sus formas y con las flores que algunas de ellas producen. Me gusta ver su estructura, sentir sus texturas, gozar de sus aromas y ver como reverdecen cuando les cae un poco de lluvia.





Desde hace algunos meses también he pensado en el poder del jardín como un espacio

para alojar el espíritu de la vida. Los antiguos habitantes de la Ciudad de México, donde nací y he pasado la mayor parte de mi vida, consideraban al jardín como un lugar sagrado, el templo del agua. Los jardines de la Cuenca de México, la que sostiene a la gran ciudad, están cargados de toda la energía que proviene del centro de la tierra. Esta cuenca endorreica, durante miles de años, ha sido capaz de contener minerales producto del escurrimiento de agua de los volcanes circundantes. La tierra del fondo del lago, cargada de componentes químicos y biológicos naturales, ha sido la materia prima para permitir la construcción de los jardines flotantes o chinampas, capaces de producir hasta cinco cosechas anuales. Para mí, endémica de la Ciudad de México, pensar en el diseño del jardín de agua del siglo XXI, se ha convertido en una obsesión.


Cuando tomé la aguja para aprender las primeras puntadas de bordado Rococó, el

nudo francés, el francés corrido y los buillones, no pude más que imaginar el enorme potencial que tienen estos puntos para representar jardines. Sus formas orgánicas se asemejan a las pencas de los agaves, se sueltan de la tela para tomar aire, para darle otra dimensión al textil.





Requiere de mucho cuidado producir un picot o un trelice, de un ojo fino crear una copa de

rosa, y de mucha atención lograr un nudo chino sin que se lo trague la tela. El bordado rococó emerge del textil, como lo hacen las plantas de la tierra. Se puede moldear conforme se va creando, se puede organizar en patrones o dejarlo deambular libre.

Permite el espacio de la complejidad orgánica, donde la atención en cada puntada es

fundamental para obtener el resultado deseado. Permite luces y sombras, límites,

contenciones, umbrales. Es un bordado objetual más que de textura. Se ubica entre la

bidimensionalidad y creación de espacialidad, también entre la flora y la fauna. Sin lugar a duda es un bordado orgánico capaz de representar la multiescalaridad, desde la representación de bacterias hasta la del universo. Su riqueza reside en tener la libertad de deambular por la tela, de representar la energía de la vida a través de elementos que representan el movimiento continuo y que están en continuo movimiento.


El bordado rococó es el de la plasticidad y la tridimensionalidad. Lo miro y veo también

las gotas de lluvia que resbalan sobre un cristal, los peces que nadan en un estanque, el agua que salpica al darse un chapuzón. Bordar rococó permite imaginar a través de la piel, al producir cada nudo y ver cómo se levanta de la tela, por el tiempo que implica producirlos y la satisfacción que significa ver su corporeidad.

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