Me decían el almirante negro, como si fuese el único a bordo de este color, que en realidad son mil colores. Tuve un padre alcohólico y una madre esclava. Nací libre, pero en aquel tiempo la libertad había que ganársela cada día. En la marina me golpeaban con látigo, me hacían aguantar hambre.
Al menos tenía al mar y al viento que ondeaba las velas.
A veces éstas se rasgaban y había que sacar aguja e hilo para remendarlas. También zurcíamos los uniformes y lo que hiciera falta, puesto que no había mujeres en el buque que hicieran esa magia.
Llegó el día en que nos cansamos.
No solo yo, sino todos mis hermanos de piel. Me dijeron que fuera al frente de lo que llamaron la Revuelta del Látigo. Gritamos juntos ese día de noviembre, en 1910. Gritamos juntos en la Bahía de Guanabara, Río de Janeiro: “Viva la libertad, abajo el látigo”, mientras apuntábamos con el cañón del buque a la ciudad. Queríamos que el clamor llegara a oídos del Presidente Hermes da Fonseca.
Y nos escuchó, pero para encerrarnos en la Isla de las Cobras.
Estuve allí dos años. Me hubiese gustado escribir en aquel tiempo sobre las cosas que vi, pero no sabía cómo. Entonces recordé las agujas y sus letras que son las puntadas.
Bordé sobre una toalla un corazón sangrante, dos pájaros y la palabra “amor”. Tardé horas. No importa: tenía tiempo de sobra. Era mi forma de apaciguar la violencia. Sobre todo la de mi interior.
Luego bordé El Adiós del Marinero. Un almirante, que era yo, despidiéndose de su compañero de revuelta. Un ancla, las palabras “orden” y “libertad”. En realidad, eran varios adioses.
Mucha saudade.
Vi a mis compañeros perecer en esa Isla, en habitaciones de cal. No podía hablar con nadie, salvo conmigo mismo a través de las manos.
La verdad y el deseo en un trozo de tela.
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(Crédito de la imagen de portada: João Cândido. Amôr [Love], c. 1910. Coleção [collection]: Museu Municipal Tomé Portes del Rei, São João del Rei, MG)
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